lunes, 17 de junio de 2013

Sueños



A veces se perdía mirando el cielo que parecía un mar escarlata sobre sus ojos, se llenaba de botones brillantes y nubes doradas, las corrientes inquietas de viento formaban nudos entre los árboles y murmuraban los secretos del atardecer. Luego salía ella, su gran musa, vestida con hilos plateados y enredada en gasas de algodón, solitaria en medio del frío, colmada de sueños y suspiros. Las noches eran lo más místico que había para ella, podía soñar sin temer… Le tenía miedo a la soledad.

De noche era ella y sus amigos imaginarios, eran las mariposas tornasol que se le metían entre sus rizos carmesí para adornarle el cabello. Dejaba que su mirada perdida paseara entre las calles desnudas, las lágrimas se detenía para no rodarle más por el cuello y podía sonreír dentro de sus versos. Las palabras cobraban vida, los cuadernos a veces no eran suficientes, gastaba sus lápices de colores pintando arco iris nocturnos, dibujaba en sus paredes caligramas con poemas de amor sin destinatario. La lluvia era rocío de diamantes que le lavaban en alma herida, le adornaba la piel, le humedecía las pestañas gastadas de tanto llorar. Era solo esos momentos, de estar consigo misma, los que le daban paz. La melancolía se dormía por un rato y se dejaba llevar por sus deseos. La realidad era una pesadilla que le oscurecía la mirada, ella no era así porque quisiera, se la pasaba buscando la razón a su inmensa tristeza.

Los suspiros se entretejían para amarrarse en su atrapasueños hecho con plumas de ángel, ella era un ángel que ya no podía volar y había aceptado quedarse aquí, en la tierra donde los hombres al parecer, habían olvidado amar. El corazón se le salía del pecho y los sentimientos por los poros, pero no poseía un ser a quien brindarle tanto cariño. Estaba en un mundo de pocos amigos. De día era ella y sus pies, su camino infinito hacía un lugar indeterminado. Era ella contra sus demonios, contra la contaminación que le ahogaba, contra sus pesadillas reales e inevitables.

De nuevo había oscuridad y ella podía brillar como la estrella que era. Todos eran ciegos, no veían más allá de sus propios intereses. Eran ellos, en su egoísmo, entre tratados sobre su ego y espejos encantados. Mientras tanto, ella se quedaba creando mundos imposibles, historias y criaturas fantásticas que le harían compañía cuando el sol bostezaba el ocaso. Tal vez perdía el tiempo, quizá era su única manera conocida para ser feliz.

Un día, mientras transitaba por la ciudad gris un avioncito de papel le cayó a los pies. Ahí estaba él, con la sonrisa tímida y los ojos inocentes, era un adulto con curiosidad de niño. Recogió el juguete improvisado, lo dobló al meterlo en su bolsillo, acomodó su maletín de cuero y con un leve movimiento se despidió apenado. Era la primera vez que se perdía en unos ojos de sol, la primera vez que había deseado quedarse entre unos labios escuchando una respiración agitada. Parpadeó, pasó sus manos de terciopelo por su rostro inmaculado, no era de noche, era el primer día que no parecía pesadilla.

Siguió caminando en busca de una biblioteca, donde, como ratoncito se metería en los rincones más apartados a buscar cuentos de hadas, libros de poesía, tal vez recorrería con sus dedos los lomos rojos, azules y verdes en busca de nombres curiosos, de poemas de Niño o Rubén Darío. Luego, se sentaría en un banco de madera a las afueras del edificio a contemplar el firmamento que se hacía cada vez más azul. Le susurraba a las nubes canciones para que bailaran de un lado al otro en el firmamento. Tenía una felicidad fugaz que le surcaba el pensamiento, solo podía pedir volver a verlo.

Pasaron los días y nuevamente, el frío se apoderó de sus huesos, mientras la tormenta de tropiezos le atravesaba los pasos. Todo parecía haber sido esa esperanza que no quería agotar, la aguja perdida en el pajar de inconsistencias. Ella volvió a sus noches de ensueño. Siguió escribiéndole a la luna, tal vez, ella que guardaba los secretos de todo el mundo sabía dónde estaba él, tenía que ser real. Esa noche, dejó caer su pequeña cabeza sobre la blanda almohada de su cama, cerró los ojos e intentó soñarlo.

El maullido de su gato la despertó, abrió sus ojos cafés y no lo encontró a su lado. Había dormido por primera vez y él había estado con ella, había sido el protagonista de su momento onírico, era el príncipe de su utopía. No entendía como creía que era el indicado cuando solo lo había visto una vez. Para ella había sido suficiente aquel acontecimiento, fueron necesarios solo unos segundos para sentirse plena y a su vez, con la distancia que tomaban sus cuerpos, sentirse incompleta. Ahora era él quien encaja en cada poesía.

Ese fue un día lluvioso, los árboles se mecían mientras las verdes hojas se desgarraban de sus ramas firmes y tortuosas. Cada una se dejaba llevar entre las cadenas de aire que formaban ovillos con las gotas de agua que caían sonoras sobre el suelo… Desabotonó su ligero vestido y quiso fundirse entre los sollozos del cielo. Se volvió a sentir sola, se dejó caer desnuda, quiso morir, la ansiedad se le comía de a poco el anhelo. El prado esmeralda le abrazaba las curvas sutiles, se envolvía en el calor de su propio cuerpo hasta que quedó inconsciente.

Las sábanas empezaron a estorbarle, no estaba acostumbrada, ella no dormía, no necesitaba de ellas. Un momento ¿sábanas?, no sabía dónde estaba. Solo podía ver una mano que sostenía la suya. Le eran conocidos esos dedos pequeños y cálidos. No quería apresurarse, no sabía si era nuevamente un sueño. Había momentos en los que creía que nada era real. Olía a chocolate caliente, se escuchaba música de fondo, veía también lucecitas adornando el lugar, un toldillo cubría la cama de extremo a extremo, había flores por todas partes, se sentía con un lugar en el universo aunque desconociera dicho hogar. Y entonces, entre tanta observación y asombro retiró su mano de la pequeña armadura de caricias.

Era él, cansado, con la cabeza apoyada a su lado, con la boca diminuta y las cejas graciosas, con las mejillas tiernas, con el pecho amplio. Había sido él, protegiéndola de sí misma. Ella, extendió sus dedos hasta acariciarle el cabello. En seguida, volteó la cabeza y esbozó una sonrisa ya conocida, una sonrisa hermosa, una pequeña media luna entre sus labios. Se había empeñado en buscarlo, pero sin pensarlo, se había perdido así misma. Era una niña extraviada entre sus miedos y él, era lo que siempre había querido encontrar.

Él se la había topado mientras corría sin dirección, bueno tal vez ella era eso, su destino. La levantó y la llevo consigo, la conocía desde siempre, quizá de otra vida. Él también era un ángel, su ángel. Se quedaron entre las cobijas blancas, detallándose con la mirada, contemplaban la perfección de sus errores, de sus tristezas sin fundamento, de sus miedos sin sentido. Ambos le temían a la soledad, pero ya no, no estaban solos, habían llegado allí para acompañarse.

Las noches entonces, iban a llenarse de poesía, de abrazos largos, de besos en los párpados para quedarse dormidos. Los días, serían lo que siempre debieron ser, la realidad ineludible que ahora de la mano, debían superar. Se habían encontrado para quedarse juntos, para verse reflejados y entender que todo llega en el momento adecuado.



Daniela Alejandra González Caicedo